“Es un mundo extraño”. Así habla la mujer de grandes anteojos conocida como tía Bárbara frente al ventanal donde se divisa un típico parque suburbano estadounidense y sobre el que, contra el marco, se posa un petirrojo picoteando un escarabajo. La frase ya ha sido dicha antes pero es en la circunstancia más cotidiana (un almuerzo familiar) cuando cae con todo su peso. David Lynch hace en Blue Velvet (1986) que los personajes (o sea los actores que la cámara, el guión y la industria en toda su cadena transmutan en otras personas) vivan el siniestro freudiano aún dentro del cine, sobre todo, se diría, cuando están actuando. El sinsentido de lo profundo de un sueño pero en la vigilia artificial del cine. Son actores, son personajes y son personas y el mundo extraño que habitan es ese en el que los ha dispuesto el director del que ya no podremos esperar estreno alguno. El mundo extraño que describe la tía Bárbara no es el via crucis psicopático que atraviesa su sobrino Jeffrey (Kyle Machlachlan) de la que el pacto de verosimilitud de la ficción hace creer que no ha tenido noticia (creemos que la actriz, la persona, debe conocer algo de aquellas escenas que le son ajenas) sino este, en el que no está pasando nada excepto que un petirrojo se almuerza un insecto. Pero es el espesor que está detrás de todo lo real (como esa figura espantosa que se asoma a una columna en Mulholland Drive, 2001) lo que la tía Bárbara señala y lo que convierte a Frances Bay de actriz de reparto en portavoz de lo así llamado “lyncheano”.
Mientras tomaba notas para escribir Estoy enamorado de mi auto, memoria y a la vez duelo, vi pasar por la breve calle Formosa un enorme Valiant en el que viajaba una pareja de adultos mayores casi ancianos que nada tenían que ver con el resto de esa porción de la ciudad (inmediaciones de Primera Junta) en ese momento. Casi sin pensarlo me detuve para guardar una nota mental que ahora leo en letras de imprenta: “Una visión incrustada por David Lynch en la tarde de otoño”. No había metáforas ni adjetivos para describir la extrañeza del Valiant bajando la velocidad hacia la senda peatonal, no había nada que no fuera pensar en un fotograma de David Lynch. El “mundo extraño” dicho por Frances Bay se disolvió, en efecto, a toda la experiencia humana.
Blue Velvet, se sabe, debe su nombre a la balada (slow rock) de Bobby Vinton (“el príncipe polaco”) cuya inocencia es rebalsada por la perversión que rodea a la intérprete (una joven Isabella Rossellini que ahora brilla madura en Chimera de Alice Rohrwacher). El gesto de yuxtaposición entre el estilo doo wop de los años 50 y las escenas siniestras es un insumo que tiene también la marca Lynch aunque la sobreexplotación que llevaron a cabo las series casi acabó por borrar su efecto. Corresponde entonces el ejercicio inverso: tomar la oreja perdida de Blue Velvet y usarla como un accesorio para escuchar música.
Lynch ni siquiera había estrenado su ópera prima Eraserhead (1977) cuando Moris grabó Ciudad de guitarras callejeras (1974), un disco anacrónico, que se lleva a las patadas con todos los paradigmas de su escena (ni progresivo ni pesado ni folk ni nada) y que saca el estudio de grabación a la calle con todo lo que eso implica (el mundo extraño de Frances Bay de nuevo). “En el asfalto de enero comprando churros de acero”, empieza el recitado de la suite “Muchacho del taller y la oficina” que merecería la misma consideración que otra, la “Cantata de puentes amarillos” de Spinetta pero no. El disco de Moris quedó perdido en su limbo de tango y rock and roll (como en una película de Kaurismaki), en su infierno de Maipú al 400, en sus volquetes Petinari, en sus cines de “treinta guitas”. Sonando acaso para siempre en un Valiant 69 incrustado por David Lynch en un atardecer porteño de 2023.
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